martes, 6 de octubre de 2015

Sobre la soledad y el vacío existencial

El silencio, la desmotivación, la falta de metas. Debo encontrarlas por y para mí, pero es que no sé, es que no puedo. Necesito que me quieran, que me estimen…que me necesiten. No sé si es una cuestión de ego, si significa que no me quiero a mí mismo. Pero quiero tanto a los demás…o quizás no, quizás no los quiero a ellos, sino que sólo quiero que me quieran a mí. Una vez que lo sé me aburro de ellos, ya no los necesito. Ya no existen, una vez que sé que los tengo. Sólo vuelven a importar cuando se van, cuando sé que los puedo perder, que ya no son míos, que no están a mi merced. 

Entonces vuelvo a valorarlos, a querer conquistarlos. Es la dominación en los demás sin dominarme a mí mismo. Sin conducir mis deseos. Es relegar la razón, acallarla con violencia. ¡Cállate! Ya basta de pensar y entonces toda la sangre inunda mi ser, un gran torrente de sangre caliente…donde no existe más que el color rojo. Intenso y ardiente. Sin más. Sin sentidos. Un rojo que mancha y rompe, que dilata las carnes, que oxigena. La vida pura, el sentimiento más primitivo. El sexo, la droga, el cariño, el afecto…se vuelve rojo y se convierte en necesidad, en obsesión. El imperativo de ser satisfecho. El miedo a los contrarios, a no satisfacer el deseo…el miedo a la soledad. El miedo casi a morir solo y demacrado en la cama o el sofá, por no haber satisfecho el deseo. 

Pero decido que no. La razón se ha impuesto hoy. ¡Basta ya!, le dice al sistema límbico. ¡Aquí mando yo!, es como una madre enfadada con su hijo caprichoso. Que no sabe del mundo, que está lleno de egoísmo, de curiosidad por explorar. El niño, ese momento de la vida donde el ego es máximo…que se ha hecho mayor y que sigue siendo el mismo. Ha aprendido las reglas del mundo, del juego…pero volverá a patalear si alguien toca sus juguetes, aunque estén abandonados…aunque ya no los quiera, aunque sean una posesión pasada y olvidada. 

Y entonces lloro por dentro y por fuera. Me lleno de tristeza, de pena y de culpa. Como cuando mamá o papá te castigaban. Es el mismo sentimiento, pero ya no pataleas…porque no vas a cambiar nada. Te saltas esa fase, no hay nadie a quien intentar cambiar de opinión. La batalla es interna y sólo te queda la derrota. El saber que no vas a poder cumplir tus deseos, que no los vas a hacer realidad. La represión. La impotencia. Lloras por la pérdida. Te hartas de pena. Todo pierde su sentido. Estas sólo, con tu mente, con tu mamá, con tu racionalidad. La racionalidad es esa madre que busca lo mejor para ti. 

Cuando los padres se van y te quedas solo en la vida. Aunque tengas hijos, aunque tengas parejas, hermanos. Te quedas solo. Ya no existe esa figura que estaba aquí antes que tú, que te dio la vida. Te deja solo y se va, para siempre. En el basto y frío mundo. Lleno de sinsabores, sólo. Sin que haya ese nido, ese lugar a donde siempre puedes regresar. Ese templo…

Cuando desaparece esa ventana por la que entraste un día a este mundo. Esos senos cálidos y acogedores, donde el sueño te embarga. Ese cariño incondicional y eterno, que pagamos solo con egoísmo e interés. Porque sabemos que lo tenemos, que siempre es nuestro, que no necesita cuidados, que es una fuente de la que siempre puedes beber. 

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